Oliver caminaba despacio, con la mirada puesta en ninguna
parte y con los ojos tan tristes como aquella mañana gris. Para él era un día
más, lo que no sabía era que algo lo haría distinto.
Eran tantas las veces que había recorrido la distancia que
le separaba de su puesto de trabajo, que parecía un autómata a punto de agotar
su batería. Como siempre, escondía su rostro bajo las alas de un enorme
sombrero, su delgado cuerpo enfundado en una enorme gabardina gris y en su mano
el que en los últimos meses era su fiel compañero, su maletín.
Por su cabeza vagaban recuerdos, tiempos pasados en los que
sentía que estaba destinado a algo grande. Fueron largos años enterrado entre
montones de libros que le llevarían a realizar su sueño, quería ser médico para
ayudar a todos esos niños que lo necesitaban, hacerles felices y sacar de ellos
su mejor sonrisa.
_algún día seré yo quien la cure_
Le decía a su madre, con apenas doce años, meses antes de
que un cáncer se llevara a su hermana menor.
Esa mañana había visto a su madre llorar frente al recorte
de periódico que adornaba el pequeño cuarto donde vivían. Ese trofeo en el que
un hombre bien vestido entregaba a Oliver el diploma por haber sido el mejor de
su promoción. Todo un artículo ensalzando el futuro tan prometedor de aquel
joven.
Pero el tiempo pasó y aquel futuro se perdió por el camino.
Nadie parecía querer confiar en el que decían sería el mejor en su
especialidad.
Y ahora caminaba solo, pensando cómo hacer para
superar otro mes. Llegó a su puesto de trabajo, en el parque Isabel La Católica
y lo primero que vio fue a esos patos disfrutar del desayuno que una pareja les
lanzaba, pequeños trozos de pan que ni él mismo podía haberse permitido aquella
mañana.
Llevaba dos horas allí, cuando pensó que no le quedaban más
fuerzas, que ya no merecía la pena seguir…y entonces una niña se le acercó. Con
grandes ojos azules miraba a Oliver con entusiasmo y sin decir nada soltó el
pañuelo que le cubría la cabeza, dejando al descubierto el recuerdo de su
hermana, y lo metió en el sombrero junto a unas pocas monedas que había en su
interior. Le guiño un ojo y le dedicó la sonrisa más bonita que jamás
había visto y se fue. Nunca más volvería a ver a aquella niña.
Oliver recogió el sombrero, su maletín, y esa gabardina con
la que todos los días escondía lo que para él era una vergüenza, el traje de
payaso que le acompañaba a su puesto de trabajo. Empezó a llorar pensando en aquella
niña, en su mirada y esa sonrisa y pensó:”lo conseguiste Oliver, si merece la
pena”.
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